M uchas veces cuando empezamos a aprender, necesitamos a alguien que nos diga si vamos bien. Una especie de mentor o de tutor. En nuestros primeros años, son nuestros padres. Y aunque no necesitemos que nos digan con palabras que vamos bien, sus gritos, expresiones y brincos hablan por sí solos. Luego vienen los maestros en la escuela. Ellos nos indican, con palabras y gestos, si vamos bien.
Cuando llegamos al trabajo, entonces es nuestro jefe quien guía el rumbo de nuestro esfuerzo. Al casarnos, es nuestro cónyuge quien se supone que debe orientarnos.
Cuando somos padres, vemos el producto de nuestro esfuerzo en nuestros hijos. Ya casi lo tenemos todo, estamos creciditos para poder discernir entre el bien y el mal. Lo malo es que a veces ni en el trabajo ni en una relación recibimos la retroalimentación que muchas veces necesitamos. Y a pesar de que podemos discernir y podemos saber qué está bien y qué está mal, nunca están de más unas palabras de aliento y de ánimo. O unas palabras de consejo, o hasta un regaño. En líneas generales, eso se llama comunicación. Ante esto, debemos seguir hacia adelante sin estar esperando palabras de aliento o de consejo.
Llega un momento en la vida en que debemos ser independientes y poder avanzar sin necesitar la aprobación de las personas que nos rodean. Eso es crecimiento, madurez y confianza en nosotros mismos.
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