Me parece que aún estoy frente a ella, sintiéndome profundamente egoísta y al mismo tiempo terriblemente humana.
Ocurrió hace 14 años. ¿El escenario? Una salita de espera cerca de la unidad de cuidados intensivos y de la sala de quemados del Hospital del Niño.
Yo sentía que el mundo se movía bajo mis pies. No tenía dónde apoyarlos. Mi hija era sometida a una más de las dolorosas limpiezas de las heridas, en el 36% de su cuerpo, causadas por una quemada con agua hiriviente.
Frente a mí, aquella mujer me miraba sin ver. Su rostro denotaba una dignidad suprema, pero a la vez, un dolor resignado, como cuando la vida se va y no nos queda más que la impotencia.
Se acercó y me preguntó el porqué de mis lágrimas. Yo le conté que los gritos que se oían eran los de mi hija de un año, que le había caído agua hirviendo, y que podía quedar desfigurada.
Ella aún tuvo tiempo para decirme, sin quebrarse, que todo iba a salir bien y que al menos yo tendría a mi hija viva. A ella se le estaba yendo la mitad de su vida.
¿Por qué?, le pregunté. Y fue entonces cuando me sentí egoísta. No había profundizado en su dolor. Su hija, una jovencita de 14 años, era la capitana de las batuteras del colegio Nuestra Señora de Bethlem. Estaba llena de vida, parecía una virgen con su cabello de rizos claros y su rostro angelical.
La tarde anterior había llegado del colegio y a los pocos minutos se quejó de dolor de cabeza. Su madre creyó que era porque no había comido bien, pero al momento se desmayó.
La llevó al hospital y allí recibió la terrible noticia: A su hija se le había reventado un aneurisma en su cabeza y le diagnosticaron muerte cerebral.
"En estos momentos se me está yendo la mitad de mi vida y yo no puedo hacer nada", me decía, mientras las lágrimas corrían por su rostro sereno, digno, triste.
Adentro, con su niña, estaba el esposo viendo cómo la desconectaban del respirador. Él salió y se fundió en un abrazo con esa madre dolida y el hijo mayor de la pareja.
Yo los miraba y sufría por ellos. Por un momento me olvidé de mi propio dolor y pedí a Dios que les diera resignación y fortaleza. Mientras tanto, le agradecía por la vida de mi hija que en ese momento sufría. Han pasado 14 años y le sigo dando gracias a Dios por aquellas heridas pasajeras.
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