El tiempo pasó igual de lento, pesado, patón, dinosáurico, como en aquella mañana de agosto del ‘84, cuando era a mí a quien le ponían la prueba para decirme luego que dejara la idea de hacerme periodista, que para eso yo no servía.

Ahora es ese chiquillo mío el que está en la universidad. ¡Vaya, vaya! Me debatía entre asomarme a la ventanita de la puerta del salón o inmovilizarme en la silla de la cafetería, convenciéndome de que ya no es un niño y que de aquí en adelante es problema suyo, es su mañana el que está en juego y nadie le va a soplar en el oído las respuestas de la vida.

Por fin lo vi bajar por las escaleras. Venía reído. Aunque pronto me rebasará en tamaño, lo vi tan pequeño e indefenso. Aun así, no corrí para abrazarlo y levantarlo como cuando era bebé, a pesar de que eso era lo que me pedía a gritos el cuerpo. "Fue fácil", dijo, y empezó a hablar de una chiquilla que se sentó delante de él y que tenía un tatuaje tribal en el cóccix. "Se veía bien pretty", dijo, y añadió, con una risa que se le regaba en la cara de oreja a oreja, algo sobre que la niña cometió un error fatal en el problema de las hipotenusas.

Mi muchacho era uno de tantos esa mañana, regados como estaban por los preciosos jardines de la Tecnológica. No los conté, pero estoy seguro de que eran miles. Estaban ahí buscando un espacio, un futuro. ¿Habrá trabajo para todos? Lo dudo mucho.

Espero que el mío haya hecho un buen examen, y que aquel trasero tatuado no haya servido para sacarlo de la carrera antes de empezar.