Hubo un tiempo en que las cosas no tenían nombre. Dice García Márquez que la gente se refería a ellas señalándolas con la punta de la trompa. Un buen día, alguien a un objeto sólido y casi esférico, lo llamó piedra; ese mismo día vino otro alguien y dijo mi piedra, y tomó la piedra y con ella atacó al primer alguien. Ese día nacieron las dos herramientas del poder: las armas y las palabras. Pero a las palabras no hay depósito o arsenal donde atraparlas. ¡Qué difícil es impedirles su libre circulación! Basta que un libro sea leído una sola vez, para que sus palabras abran las alas, vuelen y aniden en el corazón de cientos de hombres y de mujeres.

Las palabras no son inocentes. Menos las que deambulan en las páginas de una novela. ¿Por qué? Porque allí, la historia no es más que una excusa para maniobrar con el mismo lenguaje en la imaginación y el sentir del lector. Y con esas maniobras sembrar inquietudes. Muchas inquietudes.

Tomemos por ejemplo a Fritongo Morongo, novela corta del autor nicaragüense Henrie Petrie. La trama, si la logramos destramizar de los laberintos del lenguaje, es bastante simple: un joven pícaro desaparece, se sospecha de su muerte, se forma un tsunami de chismes, pero al final resulta que no estaba muerto sino viviendo muy bien en otras latitudes.

Simple, ¿verdad? Pero tal simplicidad se enriquece con las curvas y esquinas idiomáticas que tensan y aflojan la intriga a gusto del autor. Petrie arroja al lector a una resbaladiza calleja, donde va a tener que defenderse en solitario. Así comienza a funcionar el cerebro. Y a sospechar que, de repente, ese montón de supuestas verdades que rigen nuestro diario vivir, no son más que chismes e invenciones. Quizá, verdaderamente, las palabras son más peligrosas que las armas.