Normalmente, soy optimista y entusiasta, pero hay un ingrediente en la sociedad que está mermando mi confianza: la violencia.

Esta semana, la noticia de que un hombre enfermo de obsesión, de celos y de intolerancia mató de cuatro tiros a una profesora frente a sus alumnos, me desconcertó. Especialmente, porque el hecho se dio en el colegio Rodolfo Chiari de Aguadulce, donde estudié el segundo ciclo, y donde viví una de las mejores épocas de mi primera juventud.

Allí, nunca me sentí insegura; los estudiantes íbamos a la escuela tan confiados, como si estuviéramos en las salas de nuestras casas, acompañados de nuestros padres y hermanos.

Jamás nos fijamos si la cerca del colegio era segura o no, porque la seguridad no era, precisamente, un tema de preocupación. Tampoco estábamos pendientes de si algún extraño entraba a la escuela, simplemente porque, siendo un pueblo pequeño y apacible, todos nos conocíamos y nos protegíamos los unos a los otros.

Sin embargo, esa misma cerca ahora está rota, y por allí entró el homicida, que luego se suicidó. Los hoy profesores del colegio, que en mis tiempos eran alumnos, habían mostrado su preocupación por la dichosa cerca dañada. Se sentían inseguros. ¡Cuánta razón tenían y cuánto cambian los tiempos!

Para rematar, dos niñitos de 13 y 14 años mataron a una niña de 11 y la enterraron... ¡en Potrerillos! Nada más y nada menos que en un pequeño pueblo de la campiña chiricana, que se supone que aún no está contaminado por la ola de violencia de las zonas urbanas. ¡Adónde hemos llegado!

Esto hay pararlo ya. Comencemos por la familia, luego la escuela, en los trabajos y en los barrios. No se trata de puro "peace and love". Se trata de solidaridad humana, de tolerancia, de valores cívicos y morales, de respeto por la vida, de mejorar uno mismo, para luego mejorar el entorno. Hay que conversar con la conciencia y buscar qué tenemos en el alma. ¡Ahí está la respuesta!