Siempre he enfrentado la vida de frente, porque no he tenido otra opción. Recibí un temprano empujón cuando, a la edad de ocho años, perdí a mi padre. Desde entonces, mi vida ha sido una lucha.
Fui criada por mi madre, una viuda que no tenía ni educación ni recursos financieros, pero sí un gran corazón. Mi madre es una mujer maravillosa.
Mamá inspiró en mí sólidos valores morales y espirituales, y la virtud del trabajo duro. Mi madre es la influencia más duradera y profunda en mi vida.
Sus metas eran sencillas: quería que yo llegase a ser alguien, que llegase a lugares que ella nunca se atrevió a soñar, por lo que, cuando dejé la escuela secundaria, le prometí que haría de mi vida un milagro, venciendo toda adversidad. Aquella promesa ha sido mi motivación.
A los 10 años, ya había adquirido el deseo de superarme vendiendo agua helada y galletas en las calles de Lagos, para mantener a mi madre.
Lo mejor que me ocurrió fue crecer, como dicen, "del otro lado de los rieles", sin el privilegio de padres pudientes. Todo lo que quise tuve que luchar para obtenerlo. En vez de freno, esto fue una genuina ventaja para mí.
Hoy, le agradezco a Dios que aquellos tiempos sean ya historia. Pero hubo tiempos en los que, como dice la canción, "estuve tan abajo que cualquier cosa me parecía arriba". En ningún punto de mi vida, abajo en el valle o saboreando logros, llegué a pensar que sería fácil. En vez de esperar que la vida nos conceda un camino fácil, entremos en el flujo de la vida y tomémosla como se nos viene, comprendiendo que habrá tiempos difíciles que probarán nuestra alma y buenos, que nos animarán.
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