JUAN JOSE ARREOLA
Nuestra vida está llena de aparatos. De eso no hay duda. Ya en cualquier hogar podemos encontrar por lo menos un televisor a colores. ¿Y por qué no? Si se pueden tener, se tienen y si no se pueden tener, no se tienen. Lo que me hace dudar es precisamente esto último: el hecho de que si no se pueden tener, hay que tenerlos a cualquier costo. Aunque después ocurra la del microondas utilizado únicamente para calentar agua. Es que no hay otra cosa que cocinar. O la del celular que sólo recibe llamadas. Es que el presupuesto alcanza para una tarjeta barata y llamar por teléfono público. O la del VHS programado para cambiar los canales del televisor. Es que ni con las ofertas alcanza para alquilar las películas.

¿Y a qué se debe esa ansiedad? ¿Qué deseo saciamos con la compra de tantos aparatos? ¿Seremos víctimas de la publicidad o es un emerger de nuestro eterno anhelo de uniformarnos? Porque hablamos mucho de originalidad, de que no somos copia de nadie, de la autonomía de nuestros pensamientos y sentimientos, de que hacemos lo que queremos y no lo que se nos dice que hacer; pero a la hora de la hora nos vestimos igual, hablamos igual y hasta cargamos el celular de la misma forma.

¿Será que las camisas pasaron de moda y ahora se usan los aparatos como uniforme? ¿Qué tan desuniformado está alguien que no tenga una PC? Yo ya estoy uniformado. Hace rato. Pero me pregunto: ¿Existe el derecho a no estar uniformado? ¿Alguien que desea vivir sin aparatos puede exigir no ser criticado? Por lo menos en estos días conocí a una muchacha que no tiene televisor. Por suerte, "la disidencia es un gen recesivo que en cada generación aflora en unos cuantos representantes de la especie humana y cumple su papel". El de frustrar la victoria de los uniformes.