El niño vivía con su padre en un valle, en la base de un gran dique. Todos los días el padre iba a trabajar a la montaña detrás de su casa, y retornaba a casa con una carretilla llena de tierra. "Pon la tierra en los sacos, hijo", decía el padre. "Y amontónalos frente a la casa".
Si bien el niño obedecía, también se quejaba. Estaba cansado de la tierra. Estaba cansado de las bolsas. ¿Por qué su padre no le daba lo que otros padres dan a sus hijos? Ellos tenían juguetes y juegos; él tenía tierra. Cuando veía lo que los otros tenían, enloquecía. "Esto no es justo", se decía. Y cuando veía a su padre, le reclamaba: "Ellos tienen diversión. Yo tengo tierra". El padre sonreía, y con sus brazos sobre los hombros del niño, le decía: "Confía en mí, hijo. Estoy haciendo lo que más conviene".
Pero para el niño era duro confiar. Cada día el padre traía la carga. Cada día el niño llenaba las bolsas. "Trabaja duro, hijo", le dijo el padre un día, "el tiempo se nos acaba". Mientras hablaba, el padre miró al cielo oscurecido. El niño comenzó a mirar fijamente las nubes y se volvió para preguntarle al padre lo que significaban, pero al hacerlo sonó un trueno y el cielo se abrió. La lluvia cayó tan fuerte que, escasamente, podía ver a su padre. "Sigue amontonando, hijo", le decía.
El agua del río irrumpió a través del dique hacia la pequeña villa. En un momento, la corriente barrió con todo en su camino, pero el dique de tierra dio al niño y al padre el tiempo que necesitaban. "Apúrate, hijo. Sígueme". Corrieron y corrieron y llegaron a una nueva casita. "Aquí estaremos a salvo", dijo el padre al niño. Sólo entonces, el hijo comprendió lo que el padre había hecho.
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