Existía un monasterio que estaba ubicado en lo alto de la montaña. Sus monjes eran pobres, pero conservaban en una vitrina tres manuscritos antiguos, muy piadosos.
Vivían de su esforzado trabajo rural y de las limosnas que les dejaban los fieles curiosos que se acercaban a conocer los tres rollos.
Una vez un ladrón robó dos rollos, se fugó por la ladera y los monjes avisaron con rapidez al abad.
El superior, como un rayo, buscó la parte que había quedado y con todas sus fuerzas corrió tras el agresor y lo alcanzó:
- ¿Qué has hecho? Me has dejado con un solo rollo. No me sirve. Nadie va a venir a leer un mensaje que está incompleto. Tampoco tiene valor lo que me robaste. O me das lo que es del templo o te llevas también este texto.
- Padre, estoy desesperado, necesito urgente hacer dinero con estos escritos santos.
- Bueno, toma el tercer rollo. Sino, se va a perder en el mundo algo muy valioso. Véndelo bien. Estamos en paz. Que Dios te ilumine.
Los monjes no llegaron a comprender la actitud del abad.
Estimaron que había estado flojo con el rapaz, y que era el monasterio el que había perdido. Cuenta la historia que a la semana, el ladrón regresó, entregó los rollos e incluso pidió ingresar al monasterio.
Nunca ese hombre, había sentido la grandeza del perdón, la presencia de la generosidad excelente. El agresor espera agresión, no una respuesta creativa, inesperada, insólita.
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