Conocí a Cuqui hace unos años, por intermedio de una persona, y me pareció una mujer sensata, valiente, con una inteligencia filosa y ácido en lugar de sangre. Es necesario ser así para criar sola a los hijos, luego que un día el marido sale de la casa para no volver jamás.
El otro día, Cuqui llamó desde el casino de un conocido hotel de la ciudad. Llevaba ahí 18 horas al hilo. Había perdido quinientos dólares en las maquinitas. Era el dinero para sacar el carro del taller y para la comida de la semana. Llamaba para pedir prestada la plata, que la pagaría en la quincena, que usa por favor tu tarjeta de crédito, o dime el nombre de ese tipo, el taxista, el que presta al mínimo interés.
Según me dijeron, se le oía alterada y con la lengua hecha un nudo por el ron. Al fondo, música de Samy y Sandra para olvidar las penas.
Después de unas horas y de mucho andar por recovecos indescriptibles de la ciudad, usando el celular como aparato rastreador, encontró en una cantina al agiotista, y el tipo le prestó la plata, no sin antes darle algunos consejos para jugarle vivo a las maquinitas. A él le convenía, claro, cómo no, que ella siguiera jugando.
Cuqui argumenta que ella ha encontrado en el casino un remedio para su soledad. ¿Para qué ir a casa, donde nadie la espera, donde no hay más que perros lamiéndole la tristeza y una estufa malcarada y vieja?
Mejor está ahí, frente al robot de colores, rodeada de "amigos" que, igual que ella, hallan en el girar de la ruleta el sedante que necesita un alma sola. No importa lo de la plata; del cielo o del infierno caen los reales para reponer lo perdido.
Mientras, un par de sinvergüenzas (del gobierno y dueños de mesas de juego) se enriquecen a costilla de esa angustia hipertrofiada de Cuqui y de tantos otros, y convierten a este bello país llamado Panamá, en un maloliente garito, en un refugio de tahúres.
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