Las patrullas scouts de todo el país se reunían una vez cada cierto tiempo en un campamento nacional para medir fuerzas. Imagínense a cientos de muchachos (cada patrulla tiene doce diablillos, incluyendo el guía), padeciendo la loca pubertad (12 - 16 años), juntos en el mismo monte, comiendo y sudando al mismo tiempo; gritando y cantando, bañándose en una angosta quebrada que corre junto al Canal de Panamá; cada uno con su brújula y su cuchillo; cada cual con una agenda de travesuras geniales.
La idea era demostrar cuál patrulla sabía más de campismo, que es el arte de vivir a cielo abierto, sin mayores utensilios, como hacían los colonizadores españoles. Había que orientarse en el bosque usando las estrellas; cocinar con leña mojada y apenas un fósforo; hacer de la disciplina un arma para sobrevivir a la par con la naturaleza; riendo a pulmón suelto, soñando.
Esos eventos tienden a marcarte la vida. Te marca, por ejemplo, ver a un chiquillo de trece años correr y extenderse boca arriba, y convertir su cuerpo en bandeja, para que la Bandera Nacional no toque el suelo, ya que el asta improvisada con bambú no soportaba su peso. Y si la Enseña caía, había que quemarla.
Es que en esos tiempos creíamos en los símbolos. Y el mayor de todos era la Bandera Tricolor. La cuidábamos como si fuera un bebé. La mandábamos a lavar y planchar, con cuidados de traje de novia.
Había otros símbolos: la bandera del grupo al que pertenecías; tu banderín de patrulla; las insignias de tu camisa; el anillo con el que sujetabas la pañoleta.
Todos eran parte de una liturgia sagrada, que nos hacía llorar a veces. Cuando tu patrulla perdía una competencia; cuando en la noche te "acechaban" (hurtaban) el banderín; cuando te pescaban en un acto de deshonestidad. Sí, eran los tiempos de los símbolos. Cuando saludar a la Bandera te erizaba la piel.
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