La libertad es, según mi humilde opinión, el mayor tesoro al cual puede aspirar un individuo. La solidaridad es, respetuosamente hablando, la condición indispensable para vivir en comunidad. En nombre de la libertad y de la solidaridad se han construido todos los estados modernos, aunque no siempre las practicaran.

¿Se puede ser libre y a la vez un practicante oficioso de la solidaridad comunitaria? ¿El preocuparse por los otros no significa olvidarse de los intereses personales? ¿Habrá algún punto de equilibrio entre el pertenecer a una comunidad y el realizarse como individuo?

El único que tiene y debe pagar los costos de ser libre es el mismo individuo. Si es otro el que paga mi libertad, entonces ese es mi amo; y si tengo dueño, no soy persona sino pertenencia. Es fácil, pues, concluir que las ganancias de mi libertad son sólo mías. Pero recordemos que siempre hay un pero. Comprender el juego de la libertad, conlleva entender que lo que hoy sucede a otro, mañana me puede suceder, y que por lo tanto debo hacer alianzas que salvaguarden al otro ahora, pero que me protegerán en el futuro. Así que el hombre libre, casi está obligado a ser solidario; su supervivencia está en juego. ¿La solidaridad es la garantía de la libertad? Así es, un individuo sin el aval solidario simplemente vive un espejismo. ¿Por qué? Porque bastará que se descuide y cometa un desliz para que sufra el abandono por parte de sus semejantes. Nada hay tan cierto como el refrán: Si ves las barbas de tu vecino arder, pon las tuyas a remojar; añadiría que hay que remojarlas en el agua de la solidaridad.