Hace más de veinte años, mi padre sembró un palito de limón en el patio trasero. Durante todo este tiempo, la planta estuvo ahí, aparentemente quieta, pero creciendo en silencio. Olía, se le veía saludable con su verde intenso. Pero había un problema: en 20 años nunca dio un solo limón.
Muchas veces estuve a punto de tumbar el arbolito. Me preguntaba para qué podía servir una planta que nunca daba frutos. La Biblia dice que aquello que no rinde beneficios, hay que echarlo al fuego.
Además, luego de la muerte de mi padre, la planta me traía recuerdos de él y, en ocasiones, me deprimía. No quería tener un recuerdo así, sin frutos, ligados al recuerdo de ese hombre tan grande en mi vida y quien tanta alegría me dio.
Fue por eso que hace unos meses me levanté con la firme decisión de tumbar el limonero. Me asomé a la ventana para despedirme de él, y fue entonces cuando vi a los pajaritos que estaban en la pata del árbol. Eran cuatro aves, pequeñitas, azules, que bebían de un charco de agua que cuando llueve se forma en el limonero. ¡Eran esas las avecitas que oía cantar cada mañana! Me di cuenta de que también llegaban hasta ahí a buscar sombra.
Decidí no tumbar la planta. Por lo menos, daba sombra y paz a esas aves, pensé. Pero el fin de semana pasado me deslumbró la sorpresa: el palito dio tres limones. ¡Tres en 20 años! Algo es algo. Tal vez fue un mensaje de mi padre, quien me decía que todos, por más humildes y aparentemente inútiles que parezcamos, podemos servir para algo y algún día dar frutos.
|