Mientras usted lee esto, debo estar cual cadáver abandonado en un campo de batalla, tirado a mi suerte en la cama, con los músculos de brazos y piernas engarrotados. Algo parecido a un calambre en el cuello me impedirá hacer otra cosa que no sea mirar el techo. Habré intentado, en vano, girar la cabeza o poner mi cuerpo de lado. Mientras usted sigue su vida normal, yo estoy aquí, enterizo como una momia, tieso cual difunto que espera autopsia y al que le duele pestañear.
Es que ayer fui obligado a pintar las cuatro paredes del apartamento donde vivo. Caí en la trampa de la familia, que me sedujo con los engañosos aguinaldos del Gran Combo y me bañó el cansancio con ginebrita y soda tónica. No faltaron las tandas de arroz blanco, puerco y porotos con rabitos y hueso de jamón. Cuando me percaté era demasiado tarde, estaba pintado de los pies a la cabeza, y ya sentía el virus de la fatiga que tomaba posesión de cada poro de mi obesa humanidad.
No sé por qué este afán por cambiar de color la casa en diciembre. Por qué tantas ganas de que todo huela a pino y que por todos lados haya foquitos titilantes. Te torturan limpiando, clavando, agachado por horas (¡siglos!) quitando las manchas del piso, cargando escaleras arriba, las toneladas que puede pesar un arbolito, moviendo de aquí para allá los insoportables y frágiles bombones. Es como el último de los castigos, después de un año de tormenta, de estrés, de angustia por poner todos los días el desayuno en la mesa... de lucha para que la ola brava de la droga y la indiferencia no se lleve a mis hijos. Pero, entonces, uno ve la carita iluminada de los chiquillos, también embarrada y con los signos indisimulables del cansancio, pero feliz cuando se enciende el Nacimiento y todos nos tomamos de las manos para decir: "Gracias por este año juntos, Señor". Y, entonces, todo este suplicio vale la pena.
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