Los psicólogos saben mejor que yo por qué para estas fiestas a uno le da por ponerse triste. Aunque estemos en el concolón del bailoteo, sintiendo cuerpo abajo el firme apretón de nuestra pareja, llena el alma de ron y carne de puerco, en el fondo hay una lágrima inquieta, esperando el momento adecuado para derramarse. ¿Por qué será?
Tal vez el equipo de sonido a todo volumen en los barrios sea una de las tretas que nos inventamos para evadir el llanto. Ese es uno de los recuerdos que tengo vivo de mi infancia. Para Año Nuevo se formaban estas fiestas que sólo saben hacerse en las casas de inquilinato, donde por lo menos quince familias se convertían en una sola, cada una con su mesa engalanada (algunas apenas con sardina y pan michita) todos con los radios puestos en la misma emisora, riendo a fondo como buenos pobres, sudando a mares los adultos por el baile, jugando a matarnos con pistolas de salva los niños, todos felices... ¡hasta que el reloj daba las doce!
Entonces empezaban los abrazos y se soltaban los lagrimones. La mayoría de los papás y tíos (y los vecinos que valían por cien papás y tíos) ponían su cara larga, y aunque había algo de risa en la mirada, se les escapaba un suspiro de agonía. Nunca entendí por qué se ponían tan tristes, si era una fiesta. Hasta que me tocó a mí celebrar y llorar al mismo tiempo.
Fue que me puse a ver a mis hijos jugar, inocentes de lo que les espera en la vida, sanos y felices y me atrapó una solemne cabanga. Por el temor de que algo les pase a ellos o a mí y no nos volvamos a ver nunca más. Porque este año quizá le quité felicidad a alguien, y más tarde pagaré por eso, porque tal vez el otro año...
Entonces pensé que no era momento para llantos, y di gracias a la vida por tenerlos, ¡y pedí tiempo para verlos llegar a la meta, y gozarlos mucho más!
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