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Adiós al CUSF

Elizabeth M. de Lao | DIAaDIA

¡Qué tiempos aquéllos! Ésta es una frase que gritamos a voz en cuello, quienes dejamos atrás la primera juventud. Ojo, dije la primera.

En esos tiempos de finales de los 70 y principios de los 80, existía un lugar paradisiaco para los estudiantes universitarios de escasos recursos económicos, provenientes del interior del país. Era el Centro Universitario San Felipe (CUSF), ubicado primero en la calle cuarta para las damas, mientras que la sede para los varones era detrás de la iglesia San Francisco de Asís, diagonal al Teatro Nacional. Con los años, la sede de las damas pasó a ser un asilo (hoy Fundación San Felipe), y fuimos trasladadas a la planta alta del hogar de los varones.

Al arrullo de las olas que acariciaban las columnas del vetusto edificio, estudiábamos y convivíamos unos 70 interioranos colmados de sueños y metas profesionales. Allí aprendimos a compartir, a ser tolerantes, a ser organizados, a trabajar en equipo, a respetarnos unos a otros, a apoyarnos en las buenas y en las malas; pero, sobre todo, a valorar el corazón de cada ser humano.

Recuerdo, con especial agradecimiento, las enseñanzas del padre Bernardo Van Quatem, Octaviza Vásquez y Franklyn Barret, directivos del centro. Mediante comisiones de trabajo, todos teníamos tareas que cumplir. Mientras unos atendían la recepción y los teléfonos, otros debían organizar la misa dominical, mantener limpias las áreas comunes, cuidar la biblioteca, entre otras funciones. Así, el centro era como una maquinaria bien engrasada, que funcionaba según las necesidades de sus ocupantes.

En sus terrazas con vista al mar, cantábamos a varias voces, lavábamos la ropa, nos ayudábamos con los estudios y, ¿por qué no?, poníamos nuestro hombro para que se escurrieran las lágrimas de algún compañero o compañera con el corazón herido por un loco amor de juventud.

Con el transcurrir del tiempo, aquel centro donde la comida costaba entre 20 y 40 centésimos, dejó de ser rentable y cerró sus puertas. Me consta que muchos de los que nos beneficiamos de él, tratamos de salvarlo.

Se realizaron actividades para recaudar fondos, pues había que reparar su vieja estructura, pero no fue suficiente. Los estudiantes del interior dejaron de tener un hogar para su formación integral y para su hospedaje en la capital. Ahora pasará a formar parte del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Sus muros, que encierran el aroma del mar, ya no cobijarán a jóvenes soñadores que luchan por ser alguien en la vida. Ahora albergará a funcionarios, que no le deben nada a este santuario de sueños y esperanzas. Ojalá que quienes laboren en él, de ahora en adelante, lo valoren tanto como lo valoramos los que nos beneficiamos de él, en el momento en que más lo necesitamos.

   
 
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