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  OPINION
HOJA SUELTA
Monagrilleros

Roberto Soto | DIAaDIA

Esta nota debe escribirse a punto y seguido, sin pausas ni treguas, porque de esa manera retumba en los cerebros el cacofónico ritmo que ahora oye nuestra muchachada disfuncional, que se mete debajo del chorro de agua y bebe guaro hasta la inconciencia, mientras grita: "¡Soy gay!". Escribo así, con palabras en torrente, porque esa es la cara del Carnaval. Pues bien, aburrido de tanta monotonía, monté en mi chuncho y huí a Monagrillo. Andaba buscando rostros, risas, voces para pintar la acuarela de los campos. Y los encontré. Estaban en el parque, frente a la iglesita colonial, tocando tambor, caja y churuca, mientras señores enguarapa'os se turnaban para sacarle quejidos a un saxofón. Me sorprendió ver entre el pequeño tumulto a unos jóvenes negros, llenos de aretes y rizos, aplaudiendo al son de la percusión y bailando tamborito, con plena conciencia, porque no estaban borrachos, tal vez huyendo como yo de la desesperanza. Entonces pensé: hay futuro. Llegó el final y me iba para la casa, cuando el carrito se me flateó.

Llegué como pude a la estación que está en la entrada del pueblo, y dos tipos, recuerdo que el mayor era de apellido Escalona, y al otro le tenían un apodo que me sonó como a "Toño", agarraron las dos llantas (el repuesto lo tenía dañado también) y las repararon a mano limpia, con martillo, aceite y papel periódico. Me interesó ver que dejaron de atender en la gasolinera y se dedicaron con alma, vida y corazón al problema de un forastero. Cuando pusieron a rodar el carro quise pagarles, pero se negaron con cara de ofendidos. A uno tuve que meterle a la fuerza unas monedas en la bolsa.

Salí de Monagrillo contento, porque descubrí que todavía hay gente buena en el país. Gente de corazón transparente, que te recibe en su casa (un abrazo a la familia Toulier, de la Calle Abajo, quienes me hicieron sentir en mi propio hogar), que baila y canta sin ofender ni ofenderse a sí misma, gente linda que vive la fiesta con alegría sana, y de vez en cuando, al verte un poco serio por la juma, te empujan para que toques el saxofón.

   
 
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