"Pa' carnavales buenos, los penonomeños", rezaba el viejo lema de las fiestas de Momo en mi pueblo.
Aquellos años de los 70 y los 80, solía darle la vuelta al reloj, literalmente. Pero no me divertía las 24 horas. ¡Qué va!... mi mamá jamás lo hubiera permitido. Para gozar, había que enfrentar las condiciones que ella ponía.
Para empezar, yo le llenaba la casa de "invitados", generalmente compañeros de la universidad, hoy renombrados periodistas.
"Bueno, de aquí nadie me sale si no me dejan la casa barrida y trapeada, las camas arregladas, los trastes fregados y la comida hecha", sentenciaba desde la noche del viernes, cuando llegábamos a Penonomé. Esa era una ley que había que cumplir, so pena de perderse las fiestas más esperadas del año.
Mis amigos y yo nos poníamos una cuota de 2 dólares diarios, y organizábamos las comisiones de trabajo: un grupo compraba la comida en el mercado, muy temprano; otro, barría la casa y trapeaba, mientras el resto se dividía entre arreglar los cuartos y cocinar. A las 10:00 a.m., ya estábamos listos para irnos a las mojaderas (hoy culecos).
En esos tiempos, las comparsas de cada barriada salían con sus princesas desde su casa hasta la avenida Central, donde se celebraban los culecos con murgas, congas y tambores. Gracias a Dios, no había discotecas móviles haciendo escándalos ni propiciando actos inmorales. Todos nos divertíamos de manera sana, cada grupo apoyando a su princesa.
En honor a la verdad, jamás tomé licor y, créanme, no lo necesité. A las 5:00 p.m. regresábamos de las mojaderas, nos bañábamos, las mujeres nos hacíamos blowers o nos seteábamos y nos metíamos a la secadora. En tanto, otro grupo organizaba la cena. Descansábamos y nos íbamos a ver los desfiles, que en Penonomé siempre han sido muy sencillos. Al regresar, nos retocábamos y ¡para el baile se ha dicho! Luego de bailar toda la noche, llegábamos en la madrugada a dormir para repetir la rutina al día siguiente.
Fueron tiempos de los buenos carnavales en Penonomé, especialmente, los acuáticos en el balneario Las Mendozas, del río Zaratí.
Hoy día les digo a mis hijos: ¿Quién tiene ganas de ir a que lo mojen?, ¿para qué van a buscar el peligro en el río?, ¡cuidadito en los culecos!, ¡no se me pierdan!, ¡no lleguen tarde! y una docena de advertencias más.
Tengo que reconocer que ¡ningún cura se acuerda cuando fue sacristán!
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