Cé Mendizabal

Durante siglos, cuidado milenios, la humanidad, o por lo menos una mínima parte de ella, aspiró a la religión perfecta: aquella que logre la sujeción total a los designios dictados por la divinidad adorada. En la práctica, eso se traduce en obediencia ciega a lo dispuesto por los representantes de los dioses.

Creo que en estas últimas décadas hemos sido testigos del nacimiento de un nuevo orden religioso, tan perfecto como las fantasiosas pretensiones del Inquisidor Torquemada. Aunque semejante al más ortodoxo de los cultos, posee sus propias cualidades distintivas, como el hecho de que en esta religión no hay dios, por lo menos no un dios como el predicado por el magisterio eclesial tradicional.

Esta nueva religión adora un ente ubicuo y omnipotente, determinante del devenir humano y, en consecuencia, del destino de toda forma de vida terráquea. El nombre de este nuevo dios no es Alá ni Yavé, este nuevo dios se llama Mercado. Lo más probable es que si investigamos a profundidad, esta divinidad no sea nada nueva; pero nunca antes culto alguno había sido tan aceptado y con tan poca resistencia. Cada día es más difícil crear corrientes de opinión en contra del mercado. Nos imaginamos que este nuevo ceremonial se filtró entre las grietas provocadas por tantas incoherencias endémicas existentes entre prédica y práctica de las religiones folclóricas.

Lo triste es que esta religión es una doctrina de intelectuales. A veces siento que el único anhelo de la actual intelectualidad es ser ordenada sacerdote en esta nueva religión. Hay algo más triste aún. Donde la Guerra Fría fracasó, este nuevo rito triunfó: un acuerdo absoluto entre excomunistas y neoliberales. Lo siento, pero esa frase "de algo hay que comer" no me satisface como justificación.