He tenido la fortuna de participar en las procesiones que se realizan en diversos pueblos del interior, y también en la ciudad capital durante la Semana Santa, especialmente el Viernes Santo.

Cada vez que lo he hecho, no he podido evitar hacer comparaciones relacionadas con el arreglo de cada anda. En todos los pueblos, los católicos se esmeran en presentar cada uno de los pasos mejor arreglado que el otro.

Sin embargo, nunca he visto algo tan sublime, tan magnificente como el Santo Sepulcro de mi pueblo, Penonomé, el Viernes Santo.

Mientras las bandas de los Bomberos y de la Policía entonan la música sacra que marca el paso de la procesión, el Santo Sepulcro se yergue entre la multitud, esparciendo ese olor a flores que evoca el dolor de la muerte, pero también la esperanza de la resurrección.

Allí, arriba, muy alto, yace Jesús recostado entre sábanas blancas y encajes de ensueño, que la brisa mueve suave, muy suavemente, como si el viento también se postrara ante el Cristo que dio su vida para salvar la nuestra.

La cúpula blanca, coronada con luces, cubre a ese Ser glorioso que va acostado con toda la dignidad y la majestad con la que está gloriosamente revestido.

A su paso, el olor de las flores de caracucha seduce al cristiano y lo lleva a meditar sobre la necesidad de conversión y de la pureza del alma. Más abajo, cientos de rosas, claveles y hortensias, rodeados de mirtos, enmarcan el anda, que empujan los fieles en señal de humildad y arrepentimiento.

Ante esa visión santa y sublime, que representa el sacrificio, pero también el amor, no queda más que postrarse y pedir perdón.