Una mañana, una mujer bien vestida se paró delante de un indigente. Ella le sonreía y él pensó que solo quería burlarse por estar andrajoso.
Con respeto, le pidió que lo dejara en paz, pero ella, en vez de retirarse, se agachó y le tendió la mano. Todo este acto fue presenciado por un policía que se acercó a ayudar a la mujer.
La dama invitó al indigente a una renombrada cafetería que estaba cerca. Pero el orate se resistió. Sin embargo, la dama y el policía lo convencieron.
Estando en una mesa se acercó el dueño de la cafetería y pidió que abandonaran su local porque le daba mal aspecto.
La mujer tomó la palabra y le preguntó si sabía de la compañía Hernández y Asociados. El dueño del local admitió que sí, y aclaró que era uno de sus mejores clientes.
La mujer se presentó como la presidenta y dueña de esa compañía, por lo que el propietario de la cafetería quedó sin palabras, y no le quedó de otra que atenderlos.
En aquella mesa, la mujer le recordó al indigente que fue ella la mujer que una vez llegó pidiendo trabajo en el restaurante donde él laboraba, y aunque lo pudieron botar, él ordenó un buen menú, se lo entregó y asumió la cuenta.
Ahora ella le retribuía semejante gesto. Aquel policía fue testigo de esta amistad de muchos años en la que predominó la gratitud.
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