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  OPINION
Manjarrez

Eduardo Soto | Director, DIAaDIA

La primera vez que lo vi, fue la noche misma del asesinato de Jorge Altafulla. Dos horas después, más o menos, se apareció por el flanco izquierdo del atrio de la iglesia de Guadalupe, en Calle 50 (¡la escena del crimen!), muy tranquilo, con su andar pausado y esa estampa de basquetbolista, que le hace resaltar la afilada mandíbula de quijote. Nos estrechamos la mano cuando lo presentaron, y me quedé escuchándolo hablar del compromiso pastoral, de los problemas del coro y la desilusión por esos curas que hacen votos de amor y luego no cumplen. Los que ahí estábamos formábamos un grupo de turulatos (entre los que había curas, periodistas y feligreses) quienes todavía no creíamos lo de las catorce puñaladas, y mucho menos que todo hubiese ocurrido en el cuarto donde Altafulla dormía. Marcos se integró con sus ojos grandes como lunas, en los que no se reflejaba ni el miedo ni el odio sangriento.

Sí, estuvo siempre sereno, frío, con esa quietud que ostenta el que no le debe nada a nadie. Al menos eso creía yo. Días después, cuando lo vi por segunda vez, esposado en la televisión, fue que recordé sus manos: la izquierda, con la que siempre se aferró la mejilla y que nunca movió, como tampoco la otra, cruzada en el pecho. Pensé entonces, y ahora también, que las mantuvo ahí para que no nos diéramos cuenta de que temblaban.

No soy de quienes piden la pena máxima para Marcos. Tampoco creo que vaya a quedar libre. Estoy aquí, en un punto gris muy parecido al estar a la deriva, viendo a esa gente de iglesia que se llena de rencores cuando habla del asesino; mientras otros creen que el chico está "medio loco", y no merece la cárcel ni el infierno al que lo han sometido.

   
 
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