Eso me sucedió la pasada semana.

A mi oficina llegó una docente universitaria a fin de solicitar apoyo para una actividad benéfica. Ella trabaja de manera voluntaria con jóvenes y niños en riesgo social, muchos de ellos con discapacidades.

Una de las actividades es la celebración de un festival de debutantes para niñas en esta situación.

Su entusiasmo era tal, que yo no pude menos que ofrecerle toda la colaboración posible para que su evento sea un éxito. Ojalá que distintos sectores de la sociedad se lancen a ayudarla.

En medio de la conversación, muy amena por cierto, recibió una llamada. Su rostro cambió. Su semblante preocupado se hizo evidente.

Era su hija, una chica adolescente afectada de manera terrible por haber utilizado medicamentos con dietilenglicol.

Fue entonces cuando me percaté de la procesión que llevaba por dentro, de sus luchas, del dolor, de la impotencia de una madre al ver a su hija padecer sin poder remediar su mal.

Eso sí, me di cuenta de que tiene una fe inquebrantable, una voluntad de hierro y un deseo de servir a toda prueba.

Yo no podía entender cómo esa pequeña mujer se preocupaba por los más necesitados, cuando ella misma vivía semejante situación.

De pronto lo comprendí: hay seres especiales cuyo corazón es más grande que el del resto, y lo mejor es que optan por llenarlo amor para dar, antes que de egoísmo para recibir.