Un sabio maestro se encontró frente a un grupo de jóvenes que se declaraban en contra del matrimonio. Los muchachos argumentaban que el romanticismo constituye el verdadero sustento de las parejas y que es preferible acabar con la relación cuando este se apaga.
El maestro les escuchó con atención y después les relató un testimonio personal:
Mis padres vivieron 55 años casados. Una mañana mi mamá bajaba las escaleras para prepararle a papá el desayuno cuando sufrió un infarto y cayó. Mi padre la alcanzó, la levantó como pudo y casi a rastras la subió a la camioneta. A toda velocidad, condujo hasta el hospital mientras su corazón se despedazaba en profunda agonía. Cuando llegó, por desgracia, ella ya había fallecido.
Durante el sepelio, mi padre no habló, su mirada estaba perdida. Casi no lloró. Esa noche sus hijos nos reunimos con él. En un ambiente de dolor y nostalgia recordamos hermosas anécdotas. Él pidió a mi hermano teólogo que dijera algunas reflexión sobre la muerte y la eternidad. Mi hermano comenzó a hablar de la vida después de la muerte. Mi padre escuchaba con gran atención. De pronto pidió que lo llevasen al cementerio.
Aunque era algo casi imposible, hubo que complacerlo. Allí recordó todas las buenas experiencias que tuvo junto a su amada.
"Todo está bien hijos, podemos irnos a casa; ha sido un buen día". Esa noche entendí lo que es el verdadero amor. Dista mucho del romanticismo y no tiene que ver con el erotismo. Más bien es una comunión de corazones que es posible, porque somos imagen de Dios. Es una alianza que va mucho más allá de los sentidos y es capaz de sufrir y negarse cualquier cosa por el otro.
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