Nuestra casa se ubicaba exactamente frente a la entrada de la clínica del Hospital John Hopkins, en Baltimore. Vivíamos en el primer piso y alquilábamos el segundo a algunos pacientes de la clínica que vivían fuera y buscaban donde quedarse mientras duraba su tratamiento.
Una tarde de verano mientras preparaba la cena escuché que tocaban a mi puerta. Abrí y vi a un anciano verdaderamente repugnante.
"Buenas noches. He venido a ver si usted tiene una habitación disponible tan sólo por una noche. He venido para recibir un tratamiento y no hay ningún bus hasta mañana temprano".
Por un momento, vacilé en aceptarlo como huésped, pero sus siguientes palabras me convencieron: "Puedo dormir en esta mecedora, aquí afuera, en la entrada". Al tiempo, lo pensé y no estaba tan convencido. Luego, le ofrecí una cama y lo invité a comer, pero se negó. Al amanecer tenía todas las cosas en orden.
En la siguiente cita médica, nuevamente llegó a pedir hospedaje, pero esta vez trajo un enorme pescado y frutos de su granja.
En otras ocasiones, simplemente nos hacía llegar sus cosechas por encomienda.
Nunca olvido el comentario de una vecina: "¿Alojaste a ese repugnante hombre anoche? ¡Yo lo rechacé! ¡Puedes perder clientela recibiendo tal gente!".
Simplemente opté por quedarme callado, pues probablemente haya perdido clientela una o dos veces. Pero si tan sólo lo hubieran conocido, tal vez sus enfermedades hubieran sido más fáciles de sobrellevar. Sé que nuestra familia estará siempre agradecida de haberlo conocido, aprendimos de él a aceptar sin quejas lo malo y a aceptar con gratitud a Dios lo bueno.
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