Jamás olvidaré el día en que aprendí a manejar bicicleta. Me enseñó aquel hombre que marcó mi vida con su ejemplo, sus consejos, su amor incondicional y también con sus regaños y su mirada dura cuando quería hacerme ver, sin contemplaciones, que estaba actuando mal.
Ahora, lo miro de cerca, lo abrazo, lo beso y lo consiento, especialmente porque a mis años estoy muy consciente de que él no es inmortal.
Ese es mi padre, aquel que un día, más exactamente una mañana de domingo, hizo hasta lo imposible para que yo me atreviera a manejar sola una bicicleta que mi madre se había ganado con el jabón Ava.
Sí, yo tuve esa suerte, o mejor dicho, mi mamá. Eran los tiempos en que había una "guerra de jabones" y mi madre, al abrir el paquete, se encontró con un tiquete que le indicaba que se había ganado la bicicleta.
Ella la eligió en color rojo y acorde con mi tamaño, el de una niña de cinco años. Pero yo no me atrevía a montarla, y fue entonces cuando mi papá se puso en acción.
Mientras el agarraba es sillín por detrás, yo maniobraba el timón y trataba de mantenerme arriba de la bici. Así dimos varias vueltas alrededor de la casa, que tenía un patio grande.
Yo me sentía confiada y segura. Estaba en las manos del mejor padre del mundo. Me pasé gritándole: "¿voy bien, papi?", y él contestaba que sí, que yo podía, que no tuviera miedo.
De repente, cuando terminaba de dar una vuelta, vi con asombro que mi papá estaba de lo más tranquilo frente a mí. ¡No estaba detrás! ¿Quién me estuvo sosteniendo durante toda la vuelta? ¡Yo solita! Entonces, zas... ¡me caí del susto! Mi papá no paraba de reír mientras me levantaba en sus brazos. ¿Viste que sí puedes?, me decía. Y esa fue suficiente razón para saber, el resto de mi vida, que todo dependería de mi coraje y de mi deseo de aprender. ¡Gracias, papi, mi querido e inigualable viejo!
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