El ser humano aprende lecciones donde menos se lo espera y de quien menos se lo imagina.
Estos días he estado visitando a una amiga en el Instituto Oncológico. Allí conocí a una mujer que, sin saberlo, me ha hecho mirar en mi interior y fortalecer mi fe y mi necesidad de dar gracias a Dios por cada una de sus bendiciones, pero también por cada prueba.
Ella padece un cáncer terminal. No recibe visitas, está sola, postrada en una cama, con una masa en su vientre abultado y otras dolencias que no diré aquí porque la idea no es despertar el morbo.
Esa mujer enferma, menuda, frágil, solitaria, vive sonriéndole a la vida y a todo aquel que pasa por su sala.
Y más sorprendente aún es que no se queda quieta. Se pasea por el pasillo, les da consuelo a los demás, acepta de buen talante lo que se le lleve, y lo agradece con el corazón en la mano.
Esa sonrisa que me regala cuando la saludo, me ha acompañado cuando la dejo allá en su cama de hospital. No puedo dejar de pensar en ella.
Siento que, como ser humano, no tengo derecho a quejarme por un mal día en el trabajo o en el hogar. He aprendido de ella que, aún en las malas, siempre hay tiempo para darse a los demás, para transmitir ánimo, para sonreírle a la vida, para dar gracias por lo vivido, por los buenos momentos, por las huellas dejadas y por el amor compartido. Pero más importante aún es no dejarse amilanar por las pruebas porque la vida hay que tomarla como lo que es: un paseo por un valle con cimas y simas, con altas y bajas, para finalmente, volver a casa junto al Creador.
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