"Que triste época la nuestra, es mas fácil desintegrar un átomo que un prejuicio".
ALBERT EINSTEIN
Soy un hombre afortunado. Para ser honesto, la vida me ha tratado bien. No me puedo quejar. Entre mis muchas fortunas están la salud, las amistades, el trabajo y el conocimiento. ¿Conocimiento? ¡Sí, conocimiento! He tenido la dicha de contar con la amistad de algunos eruditos. En especial, durante una década, tuve el honor de ser retado periódicamente por un sabio.
Por lo general, uno asocia el adjetivo sabio a personajes que tienen mucho tiempo de gozar de la paz eterna, no es de esperar toparse con un ilustrado, y menos, que sea un vecino quien derrame sabiduría por las veredas de la comunidad.
¿Por qué será que ocurre este fenómeno? Pienso que es verdad que los ilustrados no abundan, pero también es verdad que los prejuicios sí abundan. Y la más común de las suspicacias, es el negarse a reconocer que un prójimo muy próximo puede tener cualidades que lo convierten en alguien excepcional. Por suerte, tuve quien me enseñó a enfrentar mis prejuicios. Los prejuicios tienen la habilidad de vestirse con cada disfraz y así pasar inadvertidos mientras nos sumergen en la oscuridad de la ignorancia y su consecuente deshonor. ¿Cuántas personas sufrirán cada día las crueldades de los ignorantes? Lamentablemente, son muchas las víctimas.
Pero, como dije, soy afortunado. Carlos Matías, el vecino sabio, me hizo confrontar mis prejuicios. Principalmente uno que, a pesar de ser muy dañino, es de los más ejercidos. El insistir en resaltar la escasez, en lugar de la abundancia. Ver la dificultad y no la oportunidad. Un día me preguntó: ¿Sabes por que las aves cantan? No supe que contestar. Me dijo: Cantan porque están maravilladas con los verdes que ven. Neciamente le pregunté si no eran los mismos verdes de todos los días. Él concluyó: El milagro no está en el verde, sino en poderse maravillar al verlo.
|