No sólo estoy harto de ver, escuchar, oler, palpar y degustar tanto fútbol; también estoy asustado. Cada vez que se acerca el clásico español (Real Madrid versus F. C. Barcelona) tengo que agudizar mi instinto de conservación. Para esos días, cuando subo a un taxi, si el conductor me pregunta sobre mi equipo favorito, le contesto con un sabio di tú primero. No descarto ninguna medida de protección por exagerada que parezca. Por ejemplo, no me atrevería a ir a una cita médica, por lo menos, no iría al urólogo. ¿Ustedes se imaginan qué me ocurriría si a mitad del examen prostático fallara al contestar si soy aficionado del Barza o del Atlético?

A ratos me siento como un hereje, un apóstata, el más grande de los Judas. A veces me siento incómodo. Para evitar sentirme culpable, cuando me preguntan quién será el campeón de la siguiente Copa que se juegue, contesto que será el que más garra tenga; pero por gusto, nadie me cree, de todas formas soy enviado a la hoguera.

¡La secta de los hijos del área chica se ha adueñado del mundo! Por lo menos, es dueña de nuestra televisión, de nuestros diarios, de nuestros radios y de nuestros chismes.

Los fieles seguidores de ese particular credo viven en constante excitación. Cada año derraman muchos litros de adrenalina en su torrente sanguíneo, pero ¡qué paradoja!, no realizan ningún ejercicio físico. Al contrario, se pasan trescientos sesenta y cinco días atados al control del televisor y echados en el sofá de la sala. Ven tanto deporte y ni caminan hasta la esquina. Con tanto hueso oxidado ¿cómo harán para atarse los cordones de los zapatos?

¿Ser polipasional, tener varias causas para ilusionarse y desvariar, pasó de moda? No sé, lo que sí espero es que la sicosis se quite el disfraz de balón.