Había una vez un hombre que presumía de ser un gran orador.
Decía que era capaz de estar hablando horas y horas seguidas sin que sus oyentes fueran capaces de cansarse, ni tan siquiera de moverse de su sitio. Era tal su elocuencia, que desde el principio hasta el lejano final del discurso los oyentes, personas de todas las edades, sexos, opiniones, clases sociales y formación, nadie, absolutamente nadie, se atrevía a llevarle la contraria.
Es más, nuestro gran orador se atrevía a pasar entre sus oyentes y con sólo mirar sabía sus nombres, incluso sus años, y en algunos casos, hasta los miembros de su familia. ¡Qué gran orador era aquel hombre! Hablaba igual de política que de economía, historia, dogma y religión, y ya digo, que nadie era capaz ni de contestarle ni contradecirle. Todos callaban y escuchaban...
Nuestro gran orador era un pobre loco que iba todas las tardes al cementerio desde que abrían las puertas hasta que las cerraban, y allí rodeado de tumbas, organizaba mítines, conferencias, charlas espirituales, comentarios y crítica literaria. Si escuchaba algo por televisión que no le gustara, si leía algo en el periódico de la mañana que no le terminaba de convencer, iba al cementerio esa tarde y ante un auditorio de miles de testigos, explicaba gritando su opinión.
Salía satisfecho de tener siempre la razón, ya que siempre todas sus intervenciones terminaban con estas palabras: "¡Si alguien tiene algo que decir que lo diga ahora...!" Al no obtener respuesta, decía: "Ya saben ustedes que quien calla, otorga..." ¿Eres tú uno más en esas tumbas o sabes defender tus ideas?
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