Delante de él, estaban los padres de la niña, la más bella que jamás viera en su salón de pre-kinder, su mundo, su todo.

Sólo alcanzaba a ver las piernas, las distinguía perfectamente desde su escondrijo. Las más bonitas eran las de la madre, muy parecidas a las de la niña de sus sueños. A su lado, distinguía las del padre, amenazadoras. Sabía que con sólo moverlas en su dirección, podría poner fin a su corta existencia. El corazón le latía como tambor enloquecido en el centro de una tribu africana, allá en medio de la jungla del lejano continente.

De repente, la escuchó. Ella, tan tierna, y a la vez, salvaje, lo acusaba de haberla lastimado. ¿Cómo?... ¿lastimarla él, que sólo deseaba contemplar su belleza? Pero sus oídos no lo engañaban.

Ella, llorando, decía que él le había tirado un beso con la mano, que luego se posó en su mejilla. El papá seguía moviendo sus piernas, que él observaba desde la seguridad del escondite. Decía que eso no se podía quedar así, que a su hija nadie se la lastimaba. "Estoy loco o nadie me entiende", pensaba él, mientras la madre de su amor apoyaba al padre. Las lágrimas, incontenibles, caían por sus mejillas. A estas alturas, poco le importaba que lo acusaran de lastimarla, lo realmente importante era que ella, lo más grande, lo más sublime, pensara que él la había lastimado, cuando sólo un beso robado, por primera y última vez, había rosado su rostro angelical.

Y fue cuando sucedió. El amor, más que el terror, lo empujó inevitablemente a un suicidio seguro. Salió de su jaula, con fiereza, con dolor, con lágrimas, con el corazón roto por la flecha impertinente del amor, para aclarar, más que a su maestra, más que a sus padres, que lo único que había hecho era besarla, jamás lastimarla. ¿Es que nadie podía entenderlo? El regaño, la citación a sus propios padres, la dirección... nada importaba. Todo estaba claro, él sólo quería amarla, aunque esa fue la última vez que se atrevió.