Hace muchos años, en la ciudad de Luxemburgo, un capitán de la guardia forestal se entretenía en una animada conversación con un carnicero, cuando una señora mayor entró a la carnicería. Ella le explicó al carnicero que necesitaba un pedazo de carne, pero que no tenía el dinero para pagarlo.
El capitán encontró la conversación entre los dos muy entretenida, "un pedazo de carne; pero, ¿cuánto me va a pagar por eso?", preguntó el carnicero.
La señora le respondió: "Perdóneme, no tengo nada de dinero, pero iré a misa por usted y rezaré por sus intenciones".
El carnicero y el capitán eran buenos hombres, pero indiferentes a la religión y se empezaron a burlar de la respuesta de la mujer.
"Está bien, cuando regrese le daré tanta carne como pese la misa", dijo. La mujer se fue a misa y regresó. Cuando el carnicero la vio, cogió un pedazo de papel y anotó: "ella fue a misa por ti", y lo puso en uno de los platos de la balanza; en el otro plato colocó un gran pedazo de carne. El pedazo de papel pesó más. Los dos hombres comenzaron a avergonzarse de lo sucedido. Mientras hablaba, colocó una pierna entera de carne de cerdo en la balanza, pero el papel seguía pesando más. Fue tal la impresión que se llevó el carnicero, que le prometió a la mujer que todos los días le daría carne sin costo alguno. El capitán dejó la carnicería completamente transformada y se convirtió en un fiel asistente de misas todos los días. Dos de sus hijos se convertirían más tarde en sacerdotes, uno de ellos jesuitas y el otro del Sagrado Corazón. El capitán los educó de acuerdo con su propia experiencia de fe. El padre Stanislao, quien me contó, acabó diciéndome: "Yo soy el sacerdote del Sagrado Corazón y el capitán era mi padre".
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