En 1952, en la isla de Koshima, los científicos proveían a los monos con patatas dulces, dejadas caer en la arena. A los monos les gustaba el sabor de las patatas, pero hallaban la arena desagradable.
Una hembra de 18 meses, de nombre Imo, descubrió que podía resolver el problema lavando las patatas en una quebrada cercana.
Ella le enseñó este truco a su madre. Sus compañeros de juego también aprendieron y enseñaron a sus madres. Esta innovación cultural fue, gradualmente, adoptada por varios monos frente a los ojos de los científicos.
Entre 1952 y 1958, todos los monos jóvenes aprendieron a lavar las patatas dulces arenosas. Sólo los adultos que imitaron a sus hijos, aprendieron esta mejora social. Entonces, algo sorprendente ocurrió.
En el otoño de 1958, 99 monos en la Isla de Koshima habían aprendido a lavar sus patatas dulces. Ya en la tarde, el centésimo mono aprendió a lavar patatas y así fue que todos hicieron lo mismo.
La energía adicional de este centésimo mono, al parecer, creó una brecha ideológica. Los científicos notaron también que este hábito se propagó, espontáneamente, al otro lado del mar. Más que un hallazgo científico de importancia, es un llamado de atención sobre el don que Dios nos ha concedido a todos y cada uno de nosotros: el poder de influir en otros. Si un mono, actuando por instinto, pudo desencadenar cambios permanentes en la conducta de toda una especie más allá de su isla, ¿cuánto más nosotros, que creados a imagen y semejanza de Dios, contamos además con la presencia y ayuda del Espíritu Santo?
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