Durante la nochebuena de este año extrañé a mis hijos pequeños, aquellos que abrían los juguetes con la sonrisa más amplia que recuerde y los ojos como platos de la emoción, al ver la sorpresa que contenía cada envoltura.

Recuerdo, como si fuera hoy, que el mayor se dio cuenta de que sus padres le comprábamos los regalos durante la Navidad en que Estados Unidos invadió a Panamá. Sus juguetes, ya separados desde octubre, quedaron en el almacén, o mejor dicho, en las manos de quienes lo saquearon.

Por eso, solo le tocó una patineta que había comprado en otro local. No hubo Ji Joe ni naves espaciales ni transformers. Fue necesario explicarle el porqué no había "llegado" el Niño Dios.

A los otros más pequeños, hoy una adulta y un adolescente, ya no les importa qué hay bajo el arbolito. Eso ya lo saben porque ellos mismos se compran sus regalos.

La magia se esfumó y esta Navidad la extrañé. Mi sobrina, que pasa esta fecha en mi casa, ya es casi una adolescente. Ella había sido el relevo generacional y, por consiguiente, esa expresión de felicidad de una niña al abrir sus juguetes, la seguíamos viviendo en la familia. Este año, ella fue práctica: se compró sus regalos y los envolvió.

No se trata de consumismo, se trata de hacer felices a otros, sobre todo a los niños porque viéndolos contentos, nosotros mismos retrocedemos en el tiempo y volvemos, al menos durante la nochebuena, a ser aquellos niños felices y confiados que una vez fuimos. "Dichosos los que tienen alma de niños, porque de ellos será el reino de los cielos". Por lo menos, por esa noche, la mayoría de nosotros volvemos a ser niños y nos ganamos el reino de los cielos. De ahí que sienta que este año, algo se me perdió.