Déjenme echarles un cuento, y después me dicen (por correo electrónico) si es un calvario o un regalo de Dios.

Conocí el año pasado a un niño llamado Edilso, con la sonrisa más dulce que he visto y la mirada más brillante que la luz.

Ese niño nació en un lugar recóndito de la comarca Ngobe Buglé, en medio de la pobreza extrema, lo que llevó a buenos samaritanos a traerlo a la Ciudad del Niño en La Chorrera, a la edad de cuatro años. Allí vivió y estudió hasta el año pasado. Tiene 11 años.

A mediados de diciembre, salió de vacaciones y viajó a su hogar de la montaña, donde vive su mamá y otros hermanitos. Iba muy contento, porque vería a su madre, de la que siempre hablaba con nostalgia. Yo lo esperaba desde la semana pasada. Quería verlo y abrazarlo. Lo extrañaba.

Marzo llegó, pero Edilso no. Se quedó con su mamá, allá donde nació. A lo mejor termine la escuela primaria, pero... ¿podrá ir a la secundaria? Seguramente no.

Allá no hay colegios, ni agua potable, ni luz eléctrica, ni carreteras. Tampoco hay agendas de Pascualina, ni loncheras de dibujos animados. Y aunque hubiera, la familia de Edilso no podría comprarlas.

¿Qué futuro le espera sin acceso a la educación? Sólo sembrar la tierra, pescar, más tarde tener hijos y completar el círculo de pobreza.

En diciembre le pregunté qué quería ser cuando grande. 'Bombero o doctor', me contestó.

Lograrlo, será para él mucho más difícil que para ustedes que hoy leen esta columna, amigos.

Gracias a Dios, ustedes tienen los colegios 'de la ceja al ojo', padres que pueden enviarlos a la escuela, maestros y profesores que los guían, bus colegial, agua potable, luz, teléfono y hasta internet.

¿Siguen creyendo ahora, que la escuela es un calvario? ¡Jamás! Siempre será un privilegio y una bendición que otros no tienen. ¡Aprovéchenla!