Es una virtud porque, evidentemente, lo es el tender a hacer las cosas perfectas, y es un defecto porque no suele contar con la realidad de que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda vida y que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.

He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas y, por ende, llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

Sin embargo, son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras, a pesar de todo su interés, se quedan a mitad de camino.

Por eso, me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarles a los niños es a equivocarse.

El error, el fallo, es parte de la condición humana, hagamos lo que hagamos, habrá siempre un coeficiente de error en nuestras obras.

No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón, y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando.

Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo.

Lo grave es cuando, por un afán de perfección imposible, se rompe un corazón. Porque de eso... no hay repuesto en los mercados.