Cuando Dios toca el hombro, lo mejor es hacerle caso.
A veces la vida parece dárnoslo todo y, en un siantiamén, quitárnoslo.
Cuando eso ocurre, el alma grita y se rompe de dolor; el suelo se mueve, estremece nuestro ser y nos hunde, mientras en la cabeza las ideas revolotean cual gaviota con las alas rotas, para buscar una salida que nos haga volar de nuevo.
No es fácil volver a elevar el espíritu cuando el alma está triste, pero no es imposible.
Es como cuando nos caemos y nos rompemos el tobillo. Volveremos a caminar, pero mientras la pierna sana, cojearemos.
Como seres humanos, a veces sentimos que no hay salida, que el combustible no nos alcanza para volar alto; que mientras más agitamos las alas, el viento está en contra y amenaza con hacernos caer en picada.
En esos momentos es cuando Dios toca el hombro y nos dice: recuerda que aquí estoy, déjate llevar, que Yo sé cómo planear con el viento en contra.
Por algo nos dio el cielo para que no tengamos límites y nos sirva de techo, y no conforme con eso, nos dio una familia para que nos sirva de soporte.
Con ese techo y ese piso que nos soporta, el frío de la tristeza puede convertirse en calor con el abrigo familiar, y el dolor puede aliviarnarse porque cuando entre varios llevan las cargas, éstas pesan menos.
Padres, madres, hermanos, amigos, la mejor medicina para el dolor de un alma rota no está en la farmacia, sino en un corazón libre de rencor y abierto al amor y al perdón. Se los digo, porque lo he vivido.
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