Se extendieron por la campiña palabras sobre un sabio hombre santo que vivía en una pequeña casa en la cima de la montaña.
Un hombre del pueblo decidió realizar el largo y difícil viaje para visitarlo.
Cuando llegó a la casa, vio a un viejo sirviente dentro que lo saludó en la puerta. "Me gustaría ver al sabio hombre santo," le dijo al sirviente.
El sirviente sonrió y lo dejó entrar. Mientras caminaban por la casa, el hombre del pueblo miraba ansiosamente alrededor de la casa, anticipando su encuentro con el hombre santo.
Antes de darse cuenta, el sirviente le había llevado a la puerta trasera y escoltado hacia fuera.
Se detuvo y le dijo al sirviente, "¡pero yo quiero ver al hombre santo!".
"Ya lo has hecho," dijo el viejo. "Todas las personas que puedas conocer en la vida, aunque parezcan simples e insignificantes... ve a cada uno de ellos como un sabio hombre santo.
Si haces esto, cualquier problema que hayas traído aquí hoy estará solucionado".
Tenía razón aquel hombre.
Toda persona tiene un valor, porque es única. Fue hecho a imagen y semejanza de Dios, pero con libre albedrío.
Sólo por eso, merece respeto y ser tratado con dignidad. Con esto garantizamos la paz y también el amor al prójimo, que son la base de la convivencia humana.
Juzgar y tratar a otro por su vestido o por lo que representa, sólo deja entrever la miseria humana, que trae consigo el desprecio por lo más sagrado que Dios dejó: el ser humano.
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