Corría el 5 de marzo del año 1983 y estaba yo por cumplir 24 años de edad.
En ese entonces pertenecía al conjunto folklórico del IDAAN. Eran los tiempos en que las instituciones tenían sus conjuntos típicos que se presentaban en distintas actividades para promover el folklore nacional. Nada me gustaba más que engalanarme con mi pollera panameña.
Fue una bendición pertenecer al conjunto porque eso me permitió besar el anillo del Papa Juan Pablo II.
Sí, yo fui una de las afortunadas empolleradas que formamos una cruz de honor por donde pasaría el pontífice hacia la tarima que lo aguardaba en el entonces estadio Revolución, hoy Rommel Fernández.
Para dicha mía, me tocó estar colocada en la misma fila por donde pasaría el Papa. No le dio su mano a todas, éramos muchas, pero tuve la suerte de que me mirara y extendiera su mano, que besé con devoción.
Pero, ¿saben qué? Aunque fue emocionante, no sentí nada fuera de lo normal en ese momento. Sin embargo, conforme pasaban las horas, miraba mi mano y no podía dejar de pensar que el mismo Papa la había tocado.
Tratando de revivir ese instante después de tantos años, creo que me contagié de la emoción del resto de las personas a las que Juan Pablo II tocó. Recuerdo que se les veía un brillo distinto en sus ojos, mientras yo seguía sin emocionarme al nivel de ellas. Unas horas después me parecía mentira haber vivido ese momento. Ya en la noche, en mi cuarto, fue cuando me embargó una emoción sin límites que terminó en lágrimas. Hoy vuelvo a mirar mi mano derecha y doy gracias por aquellos segundos mágicos que me regaló Dios sin merecerlos, cuando un hombre de su talla tocó mi mano y mi corazón.
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