Una bella princesa estaba buscando consorte. Nobles y ricos pretendientes, llegaban de todas partes con maravillosos regalos: joyas, tierras, ejércitos, tronos. Entre los candidatos se encontraba un joven plebeyo, que no tenía más riqueza que el amor y la perseverancia.
Cuando le llegó el momento de hablar, dijo: "Princesa, te he amado toda la vida. Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. Estaré cien días sentado bajo tu ventana, sin más alimentos que la lluvia y sin más ropas que las que llevo puestas. Ésta será mi dote.
La princesa, conmovida por semejante gesto de amor, decidió aceptar y le dijo que si pasaba esa prueba él la desposaría.
Así pasaron las horas y los días. El pretendiente permaneció afuera del palacio, soportando el sol, los vientos, la nieve y las noches heladas. Sin pestañear, siempre con la vista fija en el balcón de su amada. Al llegar el día 99, los pobladores de la zona salieron a animar al próximo monarca. Todo era alegría y jolgorio, pero cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la princesa, el joven se levantó y, sin dar explicación alguna, se alejó lentamente.
Semanas después, un niño lo alcanzó y le preguntó: "¿Qué te ocurrió? Estabas a punto de lograr la meta". Con profunda consternación y lágrimas mal disimuladas, contestó: "La princesa no me ahorró ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No merecía mi amor".
Cuando estamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros mismos como prueba de afecto, merecemos al menos una palabra de comprensión o estímulo.
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